Ayer estuve en los juzgados de Plaza de Castilla porque un noviete que tuve, quien evidentemente sufría una degeneración cerebral y orgánica galopante sin que yo me hubiera apercibido entonces, sucumbió después al celo isabelino de una pobre chica -ejem, más bien anciana- a la que le dio por plantarme denuncias en serie por a) aburrimiento (no se le conoce actividad satisfactoria ninguna); b) patológica dependencia psicológica, emocional y financiera de sus sufridos y hosteleros padres y c) celos, pues el chico seguía colgado de mí hasta el punto de proponerme que nos siguiéramos "viendo" (es un eufemismo) a espaldas del ser más antiestético, en todos los sentidos, del que haya tenido conocimiento nunca. Yo me planteo cada acto o suceso de mi vida como una nueva y valiosa oportunidad de aprender, de conocer -también como material para escribir, ahora o después-, así que iba tranquila, un poco divertida incluso y, sobre todo, curiosa.
Todo seguía igual en esa plaza, la de Castilla, extraña y fría, con sus famosas torres inclinadas, sus hoteles y altos edificios de negocios y ese aire inhóspito del norte de Madrid (como si alguien se hubiera dejado un gran ventanal abierto). A la puerta de los juzgados esperaban y deambulaban principalmente parias de todo pelaje; gente triste, pobre, oprimida, algunos con niños pequeños en brazos porque seguramente no tienen ni dónde dejarlos. También la fauna de negro propia del entramado de la justicia (aunque a mí me gusta más el grupo anterior).
Nada había cambiado; la misma cola para pasar el control, los mismos ascensores que o no funcionan o van a pedales, las mismas prisas y ansiedades de la gente... Todo el ambiente, cómo no, me recuerda a mi padre, que trabajó como abogado, juez y magistrado (no exactamente allí sino en la Audiencia Provincial de Madrid) tantos años y donde debió tener tantas experiencias cruciales en su vida, tanto buenas como malas como regulares; debe ser por eso por lo que me siento aquí como pez en el agua, ninguna incomodidad en absoluto.
Llego y pido un abogado de oficio, pues el asunto es tan ridículo, pone TAN en ridículo a las personas que han cursado la denuncia, tanto por la falta de base como por hacer perder el tiempo así a los demás, que apenas merece el mínimo esfuerzo y atención (más bien da penita). Y lo pido porque es obligatorio, que si no ni lo pedía siquiera. Mientras espero, entablo conversación con un joven abogado de ojos azules (rubio, alto, delgado) que me hace sentir bien por una centella en sus ojos que denota aún ilusión y gusto por la justicia. Todo lo contrario que la abogada de los descerebrados éstos, tan fea y rancia o más como la que tenían la última vez y casi tan horrenda -aunque reconozco que eso es difícil- como la nauseabunda denunciante (¿me pregunto si habrá algún foco vírico deformante o algún vertedero químico infeccioso en algún sitio de Segovia??). De mi abogado de oficio no digo nada hasta que pueda ver cómo hace su trabajo (me gusta la gente que hace bien su trabajo).
Una vez dentro reconozco en el juez esa distancia algo cansada de los que llevan años en el oficio y aprovecho las preguntas de unos y otros para explayarme a gusto acerca de un ser despreciable, ruin y miserable (ver "Mentira", de AMOR) que conozco bien y añadir que es una persona muy degradada, que se la chupaba a los taxistas aunque estuvieran guarros, que hasta llegó a hacerle insinuaciones sexuales a mi hermano pequeño y que está podrido de la cabeza a los pies; sin trabajo fijo y sin sitio donde caerse muerto (sólo la casa y el coche de ella, que eso siempre ha pesado mucho en esa patética relación). A lo visto, hablo más de lo que se esperaba (si no, ¿de qué me hacen dejar mis cosas y mi agenda para ir allí??) y el juez me hace mucha gracia cuando me espeta "Pero señora, ¿se va a callar usted alguna vez?". Pero la respuesta es no. Ni allí ni en ningún otro sitio. Por algo mi vocación fue la de profe; para no parar de hablar ni de explicar ni un solo momento. Hala.
Besurris,
Alicia XX