Aparte de retratar a la susodicha, este post pretende ser un ejercicio narrativo-descriptivo.
Doña María de los Ángeles V. M., 44 años y dos hijos, es una hija del abulense pueblo de Mombeltrán, relativamente cerca de donde, hace unos días, un portapalés segó muy trágicamente la vida de una niña de seis años durante una visita escolar a una fábrica de Arenas de San Pedro. Ángeles hablaba siempre del Barranco de las Cinco Villas como lo mejor que existiera en el mundo, con su famoso microclima incluido, pero ese era no más que otro reflejo de un enorme infantilismo que la llevaba siempre a proclamar que todo lo suyo era lo mejor y, desde luego, mejor que lo de todos los demás (excepto quizá, lo de los ricos-ricos, a los que admira enormemente y envidia secretamente). Luego, si vas a Mombeltrán, te darás cuenta enseguida de lo lejos que está aquello de cualquier clase de paraíso.
Es la menor de cuatro hermanas y, al no destacar precisamente por su amor al estudio o a la lectura, o a cualquier otra cosa creativa, supo aprovechar la hembril costumbre de los alrededores en el sentido de probar fortuna en Madrid pero, no trabajando o estudiando, no, sino arreglándoselas para encontrar un macho que considerara apto para sacarla del pueblo, mantenerla, divertirla y llevarla por ahí. Pero ella nunca entendió Madrid, y creyó, junto con otros y otras de su pueblo, que nuestra querida ciudad no era más que otro pueblo grande en el que se podía pasar el tiempo enmoñándose, metiéndose farlopa a tutiplén y gastándose el dinero que, como ella misma decía, no tenía. Su marido, que entonces era un hombre bastante potable, la intentó convencer de que hiciera algo, de que estudiara –acceso a la universidad para mayores, inglés, etc.-, pero ella lo iba rechazando todo –decía que inglés, no, que ruso; pero tampoco estudió ruso, por supuesto!- y prefería un pueblerino visiteo constante de unos y a otros y un intentar poner cachondos de cualquier manera posible precisamente a los amigos y colegas de su marido y hasta a su propio cuñado. Al ser la menor de cuatro hermanas, había sido siempre la mimada y consentida y todos –menos el marido, claro- reían las pavadas y continuas salidas de tono de la niña sin advertirle en ningún momento de que esa no parecía buena vía para nadie y, especialmente, para ella misma.
Pronto el alcohol, otras sustancias y la anorexia casi continua a la que se someten este tipo de mujeres por gustar o destacar a toda costa –quirófanos incluidos- empezaron a surtir efecto en la salud de esta ya no tan niña y a causarle histerias diversas, psicosis y paranoias que comenzaron a dejar su huella en su enclenque vida social y en la de su pareja.
Su concepto hipermachista, o hembrista, que es lo mismo, de la existencia, la llevaba a situaciones en las que, por ejemplo, si una amiga debía viajar, por trabajo o por lo que sea, Angelines siempre le decía al macho de la pareja: “¡Pues vente a comer con nosotros todos los días ahora que tu novia va a estar fuera!”, cosa que, desde luego no hacía con ella si el que salía de viaje era él (convencida de que una chica se las puede arreglar con la comida pero un chico no...). Muy racista también, una vez le espetó a una amiga suya que se había emparejado con un gitano que, si los gitanos querían vivir como nosotros, con nosotros, debían entonces renunciar a sus costumbres, porque “donde fueres..."); una mente privilegiada, como ves, abierta, integradora y tolerante.
Perdón, decía exactamente: “Pues si quieren vivir aquí, que se adacten, ¿no?, que se adacten...”, ya que, a lo visto, a pesar de tanto tiempo libre, no había aprendido a hablar ni escribir aún (decía también “sectiembre”, etc.).
Angelines se casó con su pobre marido de blanco, en la Iglesia de su pueblo, viendo –o sin verlo, seguramente- que muchos amigos no pudimos entrar en el templo por repugnancia a la institución y oyendo cómo el cura, desde el púlpito, bronqueaba a su hermana mayor y a su cuñado, también de allí, por haberse casado por lo civil.
He querido describir aquí un caso concreto de lo que le puede y suele pasar a una mujer de la España profunda, y a su entorno, si se empecina en la ignorancia, el coñismo ilustrado, en el no querer aprender ni evolucionar ni un ápice y en la pazguatería más patológica.
Y ahora la llamamos Ana Botella.
Alicia XX
P.S. Una vez le propuse ir a ver a Prince y me contestó que lo último que había hecho no era muy bueno; era el Sign O´ The Times.