
El pueblo es un pueblo normal, con sus cosas aquí y allá, y un sol deslumbrante y ardiente nos pega de lleno. Hay un rastrillo básicamente horroroso -¡perdón!-en el que sin embargo encuentras algo al final y abundante fruta y verdura. Tras unas cañas que pongan un poco a tono a estos cuatro grandes pecadores occidentales nos dirigimos al asentamiento?-comuna?-comunidad? -táchese lo que no proceda- y vemos que el sitio es bonito; una especie de palacete, un templo, un jardín, una vaquería, y otras cosas que no pongo por dos razones:
1.- Porque no puede una acordarse de todo.
2.- Porque tampoco hay por qué decirlo todo, ¿no?
El caso es que, según llegamos, nos encontramos de repente sin nuestros zapatos, en el templo, cantando y tocando unos maravillosos gadgets de percusión que tienen por ahí al alcance de todos y hasta postrándonos alguna vez -esta es la parte que menos me gusta a mí; ¡¡dios mío, postrarme yo!! (voy a llamar al psicólogo de la SGAE ahora mismo).
Después de una prolongada sesión de cante-oración-baile, lxs chicxs nos invitan a comer, al sol, y la verdad es que estaba todo muy bueno. Son todos muy amables y hasta nos confeccionan y colocan unos llamativos y fragantes collares de flores. Hay preciosxs niñas y niños alrededor y también una perra muy filosófica llamada "Canela".
El rato en la vaquería merece una sección aparte que añadiré cuando esté menos cansada.
Toda una experiencia, vaya, y toda una lucha contra mis más acendrados prejuicios!!
Hare,
Alicia XX