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Corría San Saturnino, patrono del lugar, cuando, un poco por cariño y otro poco por ecología, decidimos hacerle una minuciosa prueba genética en la capital -que, dicho sea de paso, dejó a nuestra humilde familia de constructores en la más vergonzante de las ruinas, tanto económica como moral y religiosa- y descubrimos azorados que lo que le pasaba al primo Ambrosio es que chocheaba ya el hombre (tenía 70 millones de años), que su familia, amigos y modus vivendi estaban ni más ni menos que en ¡Madagascar! y que su dieta en el pueblo era muy inadecuada porque lo que comía Ambrosio eran pequeños dinosaurios -como Ramoncín-, mamíferos pequeños, como Superñoño (que siempre estaba asobinao, ya sabes) y ranitas pequeñas también.
Así que, como ya estaba tan mayor y no teníamos un puto duro ni ganas ni principios tampoco (y se aproximaban las procesiones de Semana Santa), nos despedimos de Ambrosio, el sapo diabólico, con un beso en los morros -por si de repente se convertía en Felipe de Borbón y nos inauguraba las fiestas- y decidimos dárselo a los niños (esta vez bien armados) para que se entretuvieran las criaturas y nos dejaran ver el Madrid-Barsa en paz, hombre, ya.
¡Y qué simpático que era, el jodío sapo!
Alicia XX
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