
Pero no pudo ser y por eso decidí irme de casa bien pronto (hacia los 18) para lo que se estilaba y estila en estos lares y terminar mis estudios, al tiempo que trabajaba, viviendo con un chico al que quería pero mucho menos que ahora. Juntos hemos trabajado, luchado, gozado, sufrido, aprendido..., andado un buen trecho, en definitiva (y lo que nos queda, espero...). Pero dicen que, mientras la relación con los amigos va y viene y por el camino se entretiene, la relación con los padres está ahí para siempre, de modo que, aunque quieras alejarte, en la mayoría de los casos eso resulta imposible.
Quiero ser justa y por tanto tengo que reconocer que también recibí de mis padres algunas palabras, poesías –mi padre era un intelectual muy amante de la literatura y el pensamiento, y mi madre muy lúcida y “cool” en ocasiones-, “enseñanzas”, experiencias entrañables e interesantes, cuidados y también he de reconocer que los quise mucho, como es natural. Pero opino, con quien lo dijera, que cuando uno/a ya no es un lactante lo mejor es levantar el vuelo, si se puede, porque tus padres casi siempre van a intentar hacer de ti lo que a ti ni te gusta ni te interesa (al menos, en mi caso). Y así lo hice, pero, claro, la relación, de una forma u otra, casi siempre continúa –a menos que te mudes a India, Canadá, Australia o cosas así.

Después de unas vidas bastante azarosas –mi padre ha sido juez, senador, diputado, prolífico escritor y conferenciante, activista de los derechos humanos y de todas las causas habidas y por haber- ocurrió lo peor que yo podía haber imaginado en las peores pesadillas (peor que una enfermedad letal, de verdad), y es que la pareja de ellos se fue al garete –junto con su salud mental, dicho sea de paso- y a mi padre, no hace mucho; un año o así, ¿o quizá más?, le dio por propinar unas palizas de muerte a mi madre que me destrozaron el corazón y el alma en mil pedacitos. No os podéis imaginar lo que es ver a tu madre amoratada de pies a cabeza, con una brecha de sangre seca, etc., etc., etc. Puesto que este fenómeno se repetía, y ella por el momento lo negaba –que se había caído, decía- y no se quería ir –o echarlo a él, denunciarlo- pues yo entré en estado de shock agudo y sólo me venían a la cabeza imágenes de pesadilla respecto al tipo de horrores que pudieran estar ocurriendo en esa casa. Y tuve que ayudarme con pastillas, con ansiolíticos.
Después de este infernal giro de los acontecimientos, y tras infinidad, multitud de intentos de solucionar, o al menos aliviar, una situación dificilísima de reparar dadas las inescrutables posturas de ambos, mi relación con él, quien en ningún momento se mostró dispuesto a dar algún tipo de explicación o algo parecido, desapareció del todo –no podría tratar con ningún hombre que pegara, insultara y humillara así a ninguna mujer y menos a mi madre- y mi, nuestra, relación con ella se deterioró sin remedio por su forma de encarar –o, mejor dicho, de no encarar- la situación y permanecer con el maltratador –aunque se divorciaron, eso sí-, viviendo con él y convirtiéndose a una religión o estilo de vida llamados sufrimiento y victimismo; es decir, un hermoso ejemplo tanto para nosotros, sus hijos, como para su nieto (mi niño).

Pero yo, que soy muy sensible y civilizada (Pejo también) llevé todo el asunto a un especialista, el doctor Szerman, para intentar entendernos los tres en su consulta y llegar a algún grado de acuerdo. Eso fue ayer, a las 8, y resultó imposible pues ella no admitía ni siquiera los mensajes insultantes y amenazadores (los tenemos grabados) y, además, no ofreció la menor explicación, disculpa o declaración de intenciones de ningún tipo. Una auténtica pena, que nos dejó bastante frustrados y abatidos y a mí pensando que, por lo visto, la gente a cierta edad, en lugar de hacerse más sabia como debiera ocurrir con el tiempo y la experiencia, se cierra en banda en actitudes delirantes y no sabe lo que es una explicación, una disculpa o, simplemente, bajarse de la burra. Una auténtica pena, porque por ahí siguen, donde estén, mi padre loco y enfermo, mi madre con ideas descabelladas e impracticables -y menos de esa manera-, mi niño de 5 años –Marino-, Pejo y yo.
A quien haya llegado hasta aquí, muchas gracias por escuchar (como decía Sinéad O´Connor).
Besos, Alicia XXX